Las vi llegar. Se sentaron frente a mí. Madre e hija. La hija tan impecablemente vestida, con un pantalón negro ajustado, botas hasta la rodilla, saco negro y camisa lila con un pañuelo anudado al cuello. Llevaba el pelo tirante, peinado para atrás, teñido de color caoba y recogido. Uñas esculpidas, anteojos sin marco. Una mujer interesante y atractiva. Mirando detenidamente a la madre pensé que no era una mujer agraciada, baja y rellenita, con el cutis oscuro y mirada triste. Aunque me sonrió dos veces mientras esperábamos, no podía ocultar su tristeza o ¿seria preocupación?
Les tocó el turno y la enfermera las hizo pasar, a pesar de haber llegado al consultorio después que yo. A los pocos minutos, se abrió la puerta y la enfermera fue presurosa en busca de un vaso de agua, comprendí que no eran buenas noticias.
Pasado un buen rato salieron, la hija hablando por teléfono, angustiada. Pero no pude saber más, ya que llego mi turno. El medico me dio los resultados del estudio y me dijo que todo estaba bien. Respire aliviada. Salí con una sonrisa. Y en el pasillo, cuando me iba, volví a ver a la hija, seguía hablando por teléfono, su rostro era una mueca de dolor, y palabras sueltas me llegaban, en medio de su llanto “estudios”, “análisis”,”tratamientos” “quimioterapia”. Me acompañan aún el eco de sus palabras, y su imagen. Siento como si hubiéramos ido a recibir una sentencia, pero a pesar del veredicto de “culpable” que reciben algunas, somos todas igualmente inocentes.