martes, 28 de mayo de 2013

Mi Quijote


“En algún lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…”
Ahí estaba otra vez. Lo miré. El me sonreía, como siempre. Y como siempre no pude enojarme, su sonrisa me provocaba, aunque por dentro me enojaba tener que esconderme para poder leer tranquila. Cada vez que tomaba un libro, invariablemente Alonso comenzaba a recitarme el Quijote, y si bien al principio la ocurrencia me divertía, poco a poco fue transformándose  en un verdadero fastidio. Alonso era tan atento, tan cortés, que me parecía desatinado enojarme por su inocente broma. Así que dejaba mi lectura para otro momento.
Nos conocimos una tarde de febrero, en un bar. Se acercó diciéndome que al fin me había encontrado, después de buscarme durante mucho tiempo. Su método de seducción no fue nada original por cierto, sin embargo vi algo en él, que me cautivó. No puedo explicarlo.
En la intimidad siempre me llama Dulcinea, me dice que soy su amada doncella, haciéndome sonreír. Me enamora a diario, vive pendiente de mí, de mis deseos, conoce todos mis gustos y se empeña en satisfacerlos. Es un hombre maravilloso, especial y único.
Alonso suele pelear a menudo, cuando considera que se comete alguna injusticia, no puede mantenerse indiferente ni al margen.

Una tarde mientras estaba en el negocio atendiendo a una clienta, se acercó Ester, con cara de circunstancias. Era muy raro que interrumpiera una venta, así que la miré asombrada. Se disculpó con la clienta, me llevó aparte y me informó que habían llamado del hospital para avisar que Alonso había tenido un accidente. Mi corazón comenzó a latir apresurado, en mi mente se cruzaron mil imágenes, intuyendo lo peor.
Cuando llegué me tranquilizaron, Alonso estaba bien, sólo un poco golpeado, y esperaban el resultado de varios estudios, para descartar lesiones internas.
Entré a verlo e inmediatamente su sonrisa acarició mi corazón, calmando su alocada carrera hacia ninguna parte. No me moví de su lado, y finalmente nos quedamos ambos dormidos, tomados de la mano. No sé qué hora era cuando el doctor entró con cara circunspecta, disparando nuevamente mi corazón en caída libre.
- ¿Qué pasa doctor? ¿Algo no está bien?
El médico carraspeó, miró a Alonso,  luego a mí y después se concentró en el piso, debatiéndose consigo mismo.
- No sé como decirle esto, no sé bien como explicarlo.
- No me asuste por favor, diga de una vez lo que sea.
Parecía que no se animaba a hablar, seguía con la mirada en el piso, buscando allí no sé que respuestas. No era un joven recién recibido, era un profesional con experiencia, ¿Qué podría ser lo que no se animaba a decir? Los minutos pasaban, tensando el ambiente más y más.
- Por favor – dije- lo que sea dígalo ¡YA!
Mi gritó lo trajo de regreso, a donde quiera que se hubiera ido.
- El paciente es un muchacho joven, sin embargo, sus huesos, sus órganos internos parecieran los de un hombre muy mayor, no condicen con su edad cronológica.
Durante unos minutos me quede callada, asimilando sus palabras. Luego miré a Alonso. El me miró y en sus ojos encontré todas las respuestas. El hombre de ciencia, incapaz de comprender racionalmente lo que allí sucedía, salió de la habitación y cerró la puerta.