Lo veía todos los días. Pasaba por esa esquina camino al trabajo. Nos conocimos una mañana que había salido con tiempo, y me detuve a acariciarlo. Inmediatamente nos hicimos amigos. Me pareció muy dulce y mimoso. Desde ese día comenzó a esperarme, sentadito con el hocico apenas asomado entre las rejas de la casa.
Un día salió el dueño, curioso por ver que hacia su can. Le sonreí y le dije que tenía un perro hermoso.
- Es muy travieso, me está rompiendo toda la casa. Por eso decidí dejarlo acá afuera.
- Pero es cachorrito, y solo quiere jugar. ¿Como se llama?
“Tuti” me contestó seco y se metió de vuelta en la casa.
Nuestros encuentros eran tan esperados por Tuti como por mi, el recibía un poquito de amor, que de otra manera evidentemente no tenia y a mi me cargaba de energías para el resto del día.
Una mañana pasé y Tuti no estaba. Me sentí triste y acongojada. Al día siguiente tampoco. Cuando al tercer día no lo vi, al regresar del trabajo junté coraje y toqué el timbre. Me atendió una mujer baja, con un pañuelo en la cabeza y cara de pocos amigos. Me disculpé por molestarla y le pregunté sin vueltas donde estaba Tuti. Me miró extrañada, sin llegar a comprender demasiado bien como alguien se interesaba por ese perro. Me explicó que les había arruinado el jardín, después de haber destrozado varias cosas de la casa y que lo habían regalado. Mis ojos se llenaron de lágrimas y quise explicarle que lo único que Tuti quería era un poco de atención y cariño, pero algo dentro de mí me dijo que no valía la pena. Sin decir palabra me di media vuelta y me fui.
Volviendo a casa deseé con todas mis fuerzas que Tuti estuviera en un hogar con gente que lo quisiera. Yo por mi parte, no volví a pasar nunca más por aquella esquina.