
La cita era a las diez. El edificio era antiguo, de techos altos,
paredes cenicientas, piso de mármol que supo tiempos mejores. Me había recogido
el pelo, llevaba puesto un pantalón azul y una blusa de gasa. Me miré en el
espejo, estudiando mi imagen y sonreí en un intento de darme ánimo. Saqué el papel de mi bolso, no
recordaba si era el séptimo u octavo piso. Me sentía inquieta, no me gustaba el
lugar. Ya estaba ahí y la verdad es que necesitaba el empleo. No podía darme el
lujo de ignorarlo solo porque el edificio no me resultara agradable ni
acogedor. Rechacé el impulso de salir corriendo. Esperé unos instantes hasta
que llegó el ascensor. Subí con cierta aprensión, no tenia espejos, parecía una
enorme caja pintada de verde. Una sensación de asfixia se apoderó de mí. Apreté
el botón, y comenzó a descender. Me fijé nuevamente por si me había equivocado,
el número ocho estaba iluminado. La asfixia se acentuó. Traté de tranquilizarme
e imaginé que lo habían llamado desde el subsuelo. Pasaban los segundos y no se
detenía. Hasta me parecía que cobraba velocidad. Bajaba, bajaba y seguía
bajando. Comencé a marearme. Esto no era posible. El número ocho comenzó a
parpadear, como si me guiñara el ojo, hasta apagarse por completo. La oscuridad
se hizo presente, una garra invisible apretaba mi garganta. Un sudor frio me
recorría de pies a cabeza. Apretada a mi bolso cual escudo de guerra esperaba
ansiosamente que el ascensor finalmente se detuviera.
Traté de tranquilizarme concentrándome en respirar pausado, exhalando
lentamente. En algún momento debería detenerse y habría una explicación lógica
a todo esto. Mientras pensaba esto el ascensor seguía bajando, totalmente
indiferente a mis cavilaciones.
No sé cuánto tiempo pasó, a mi me pareció una eternidad. Finalmente se
detuvo. Expectante esperé a que las puertas se abrieran. No tenía idea de con
que me podría encontrar. Al principio no distinguí nada, mis ojos tardaron unos
segundos en readaptarse. Me costaba moverme, estaba entumecida. Mis músculos
tensos no querían colaborar. No sabía qué hacer, si quedarme quieta, si gritar
pidiendo auxilio o salir sigilosamente a otra oscuridad que parecía tragarme.
Opté por la última opción. Mis pasos eran sumamente lentos, precavidos, en un
intento de tantear lo que mis pies pisaban. Esforcé al máximo mis sentidos, la
vista no ayudaba en la oscuridad reinante, el olfato no distinguía aromas
definidos, el oído parecía sordo, el gusto del café de la mañana hacia tiempo había
desaparecido, y el tacto solo sentía el frio de mi bolso que aun mantenía
pegado a mí. Parecía estar sumergida en una caverna, lejos de todo y de todos.
Mi mente insistía con su racionalidad de que esto debía tener una explicación.
Por más que me esforzara yo no encontraba ninguna. Avancé un poco más. Comencé a ver algunas sombras, y una luz muy tenue. De
pronto algo se movió muy suavemente erizándome el cabello de la nuca. Traté de
enfocar mi vista y asombrada descubrí un gato negro con un ojo y dos patas
manchadas de blanco. El parecía a la vez que temeroso contento de tener compañía.
Me agaché para poder acariciarlo, su cuerpo se curvó, mientras extendía la cola
hacia arriba. Parecía dispuesto a atacarme, aunque dudó y finalmente pudo más
la necesidad de una caricia. Estaba muy flaco, de comida y de afecto. Se pegó a
mis piernas, instándome a avanzar. Al menos eso es lo que creí. La oscuridad había
dejado de ser tan absoluta, pero aun no era suficiente para descubrir donde
estaba.
- Hola, ¿hay alguien aquí?
Si lo había no se dignó a contestarme...Seguí avanzando, o retrocediendo
o girando... Mi sentido de la orientación nunca fue una de mis virtudes.
Tropecé con algo y faltó poco para perder el equilibrio. Intente ver de que
se trataba pero no distinguí nada. Tomé otra dirección para evitarlo. El gato seguía
fielmente mis pasos. De pronto imaginé estar en un laberinto, se asemejaba
mucho a uno. ¿Cómo salgo de aquí? ¿Podría regresar al ascensor? Y aunque
pudiera ¿de qué serviría?
La desesperación empezó a aguijonear mis entrañas, grité con todas mis
fuerzas. La única reacción que obtuve fue la del gato, que se pegó aún más a mí.
Extrañamente me sentí reconfortada, no estaba sola.
De la nada apareció ante mí una puerta de madera, en forma de arco. Parecía
muy antigua. La toque suavemente y se abrió, invitándome. El miedo nuevamente
dio señales de vida, encendiendo luces rojas en mi cerebro.
Pese a todo entré a esa nada que se abría frente a mí. Parpadeé incrédula.
Ante mi una mujer con el pelo gris, lacio, cuyas puntas casi rozaban el suelo. Vestía
una túnica amarilla. Su piel era el reflejo de los años vividos.
- Adelante, me dijo con una voz que sonaba melodiosa.
No me inspiraba temor, al contrario, solo incredulidad.
Me acerqué con el gato, con quien ya éramos uno.
- ¿Porque tienes tanto miedo?
Me reí ante tan tonta pregunta.
- ¿No es obvio? Me presenté a una entrevista de trabajo, subí a un ascensor
que comenzó a bajar y bajar, parecía que nunca se detendría y…
- No me refería a eso, me interrumpió. ¿Porque tienes miedo de vivir?
La miré sin comprender.
¿Quien sos? Le dije en un tono más agresivo del que me hubiera gustado.
Eso no importa, contesta mi pregunta, dijo con autoridad, sin perder la
dulzura.
Me quede callada unos instantes, pensando.
- No quiero sufrir – dije, segura que mi respuesta la dejaría
satisfecha.
Me equivoqué.
- Ese no es motivo para dejar de vivir, de encontrar un sentido a tu
vida. Aun cuando sufras debes seguir. Tus miedos déjalos acá, en este lugar, y
vuelve allá, a tu mundo dispuesta a enfrentarlo.
Comprendí en un instante que todo esto no había sido más que un mal
sueño.
- Estoy de acuerdo, solo te pido que me dejes llevar conmigo al gato.
El ruido del despertador me sobresaltó. Abrí los ojos mientras me desperezaba.
Ahogué un grito al ver un gato negro con un ojo y dos patas manchadas de blanco que me miraba.