Comenzó a caminar, sin rumbo, pensando que hacer, a quien pedir ayuda, pero parecía un lugar desierto. No se veían signos de humanidad alguna.
No es como en las películas, dijo sorprendiéndose de la aspereza de su voz.
Caminó largo rato, al final prácticamente se arrastraba... Se renovaron apenas las fuerzas al divisar cierto movimiento unos metros adelante.
Había gente, vestida con simpleza, al punto de que sus harapos pasaron desapercibidos. A nadie llamó la atención aquel hombre que se acercaba.
- Por favor, necesito ayuda. Mi barco se hundió y...
El hombre lo miró extrañado, no comprendía ni una palabra de ese blanco tan harapiento como él.
El naufrago comprendió que no hablaban español. Intentó descifrar su idioma, mas parecía un dialecto. Estaba perdido. No veía la salida. Se sentó en una esquina, mientras escuálidos perros se acercaban a husmearlo. No podría precisar cuánto tiempo pasó, pero estaba oscureciendo cuando un hombre con un carrito improvisado y una escoba de paja pasó a su lado. Por un extraño impulso se puso de pie y le habló. Para su sorpresa el hombre le contestó y lo llevó con él a su casa. En realidad casa es una forma de decir, un cubículo con paredes de cartón y techo de paja. Al entrar cinco niños corrieron a abrazarlo. La mayor, de unos trece años tenía un bebe en brazos de unos dos años, tal vez menos. Todos eran flacos, piel oscura, ojos como carbones y una sonrisa tímida dibujada en el rostro.
Su padre sacó un paquete, envuelto en papel de diario, lo abrió con parsimonia mientras sus hijos lo miraban expectantes... Les dijo algo que no entendió mas inmediatamente cinco pares de ojos miraron al naufrago con recelo. Se sentaron en el suelo y esperaron a que su padre les repartiera algunos manjares, esta vez había huesos de pollo que chuparon con frenesí, algunos fideos con tuco y media manzana mordida.
Rogelio Echeverría recibió un mendrugo de pan, y una alita de pollo. No recordaba haber disfrutado tanto una comida. De la nada aparecieron unos vasos de metal con agua que sabia a tierra pero que bebió gustoso.
- Mi nombre es Vadunko y vivo en este sitio desde pequeño. Mi madre era española, y vino engañada...
En realidad no tiene importancia, cuéntame tu.
- Salí con mi barco, no me acuerdo ni cuando, no sé ni que día es hoy. Recuerdo que hubo una tormenta muy fuerte, el mar estaba descontrolado. No sé muy bien lo que paso y llegue a la costa. Necesito ponerme en contacto con mi familia...
- Eso es un poco difícil, acá no hay teléfonos, y los pocos que hay son locales.
Rogelio lo miró incrédulo, parecía el guión de una mala película. No podía estar pasándole esto a él.
Vadunko se ganaba la vida como barrendero, caminaba diez kilómetros diariamente ida y vuelta para llegar al barrio de la gente más acomodada del lugar. Mucha gente lo conocía y le preparaban en bolsas las sobras del día. De ese modo alimentaba a su numerosa familia.
- Vadunko necesito que me ayudes, tengo que regresar a mi casa, a mis negocios...
Por más buena voluntad que puso Vadunko, Rogelio regresó a su país después de siete largos años, cuando hubo juntado el dinero para comprar el pasaje. Nunca olvidaría la historia del naufrago y el barrendero, ya que la contó infinidad de veces, pese al escepticismo de sus interlocutores.
Meses después de su partida Vadunko recibió un paquete enorme en su choza. Después de todo Rogelio Echeverría era un hombre de palabra.